
Port Elvira Sánchez-Blake
Los venezolanos confiaban en una acción en contra del régimen de Maduro que les diera la oportunidad de retornar a la vida democrática que dejaron años atrás en su país. En cambio, el régimen de Trump arremetió contra los venezolanos con órdenes que los despojan del Estatus de Protección Temporal (TPS), de sus derechos de asilo, y los declara enemigos con la deportación de más de cientos de jóvenes acusados sin pruebas de pertenecer al Tren de Aragua.
La primera deportación masiva ocurrió el 16 de marzo. El mandatario recurrió a una ley obsoleta conocida como “Ley de Enemigos Extranjeros” que data de 1798 y avala la “detención y deportación de extranjeros considerados una amenaza para la seguridad del país en tiempos de guerra”. Con esta maniobra, el gobierno de Estados Unidos declaró a Venezuela como enemigo de estado.
Los venezolanos han reaccionado con estupefacción. No pueden creer que su héroe les haya dado la espalda. Aquel al que consideraban el salvador que les ayudaría a restaurar el Estado de derecho y poner fin a la dictadura de Maduro. No solo han sido reseñados como el principal blanco de su campaña antiinmigrante, y despojados del derecho de asilo, sino que al ser deportados ni siquiera podrán regresar a su país, sino a un lugar del que se dice, una vez se entra nadie sale. Un destino peor que el infierno de Dante.
La Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 es completamente anacrónica, especialmente porque Venezuela no está en guerra con Estados Unidos. La deportación de 238 venezolanos a la megacárcel de máxima seguridad El Cecot, en El Salvador, responde a un doble propósito: por un lado, aprovechar la ausencia de un organismo legislativo independiente en ese país —desmantelado por Bukele en 2023—, lo que permite encarcelar sin juicio a personas que el gobierno considere criminales. Por otro lado, le permite a Washington externalizar su política represiva, utilizando una prisión de alta seguridad sin recurrir a los centros de detención en territorio estadounidense ni a la base de Guantánamo. Mientras tanto, Bukele se posiciona como aliado estratégico, acumulando favores que podrían traducirse en beneficios en su relación con Trump. Es evidente que ambos mandatarios comparten tendencias autoritarias y buscan emularse mutuamente: Bukele en su retórica de corte fascista, y Trump en su afán por eliminar de un plumazo cualquier institución que obstaculice sus aspiraciones de gobernar de forma autocrática.
Varios organismos judiciales se han pronunciado en contra de estas medidas. Un juez federal del Distrito de Columbia, James Boasberg, ordenó detener la expulsión de los venezolanos detenidos, al considerar inválida la aplicación de la Ley de Enemigos Extranjeros, dado que no existe un estado de guerra entre los países involucrados. La American Civil Liberties Union (ACLU, por sus siglas en inglés) presentó una demanda contra el gobierno, exigiendo la liberación de los detenidos que no tienen antecedentes delictivos y argumentando que las detenciones han sido completamente arbitrarias.
Incluso la Corte Suprema de Justicia ha exigido el retorno de uno de los detenidos, Kilmar Abrego García, tras comprobarse que no posee antecedentes penales y que fue enviado a El Salvador por error. Aunque la administración reconoció su equivocación, ha sostenido que el tribunal de distrito no tiene jurisdicción sobre el gobierno salvadoreño, y por tanto no puede obligarlo a liberarlo ni a repatriarlo.
Es evidente que el magnate está dispuesto a desconocer cualquier orden que no se ajuste a sus deseos autoritarios. Su objetivo es claro: “deshacerse de los inmigrantes indeseables”, cueste lo que cueste. A esto se suma la orden de declarar “muertos” a cientos de inmigrantes que reciben beneficios del Seguro Social, adquiridos con años de esfuerzo y trabajo. Todo indica que esta medida también alcanza a inmigrantes en situación legal, ya que ese es un requisito para acceder al programa.
Lamento profundamente lo que ocurre con los venezolanos, tanto con quienes votaron engañados como con quienes no votaron. Pero, sobre todo, duele por los acusados injustamente, condenados sin juicio a la prisión más represiva de América Latina. Me duele por las familias que reconocen los rostros de sus hijos en las imágenes humillantes difundidas por medios internacionales, donde se los muestra rapados, encadenados, vestidos con harapos blancos y sometidos en el penal de máxima seguridad El Cecot, en El Salvador.
Hoy los venezolanos se han quedado sin protección, sin apoyo, sin beneficios. Han sido declarados “enemigos”, y frente a la avalancha de políticas que los tienen como objetivo principal, deben tomar decisiones urgentes sobre su futuro y el de sus seres queridos. Para muchos, regresar a su país no es una opción. Y si la tierra que creían adoptiva los rechaza,
¿qué alternativa les queda?